A mi señal, ira y fuego
Ejecutó la genial estrategia urdida por Dekker, aunque ganó Chavanel, nuevo líder por delante de Garate.
Por Alain Laiseka.
Bilbao. Cuando sobre la cima del Col de la Bosse, una tachuela, volaron los chubasqueros naranjas del Rabobank para apilarse todos en el asiento trasero del coche de Erik Dekker, el grueso del pelotón, calmo hasta ese instante, adormecido por el frío, tiritó. De miedo. Era ese revuelo en el estómago que produce la incertidumbre, el ser consciente de que algo que escapa al guión va a acontecer, pues llovía, no había dejado de hacerlo en toda la jornada, el asfalto era de cristal y el ambiente permanecía rígido, petrificado, congelado. Nada incitaba a desprenderse de codiciada prenda que repele el agua. Por eso, afloró, con el gesto, en apariencia incongruente, un nerviosismo contagioso que violentó el descenso que deshacía el Rabobank con seis corredores al frente. El sexto era Juanma Garate. Y a su rueda, soldado, previsor, trazaba Sylvain Chavanel intrigado. "¿Dónde vais?", interrogó al guipuzcoano. "¿No veis que no hay viento?". Y al rostro de Garate asomó un gesto sutil de perversidad mientras barruntaba: "Espera un kilómetro y verás". El estirado amasijo de nervios finiquitó el descenso, salió de un bosque con traje aún de invierno, de árboles huesudos, raquíticos, y... ¡zas! El cepo se cerró y atrapó a todos los mariscales. Excepto a Chavanel, advertido por el gesto clarividente de Garate.
Fue la ejecución literal de la trama urdida en la intimidad de la noche por Erik Dekker, ex ciclista y director del conjunto holandés. Un estudioso de los rutómetros, dicen. Estratega. "En el equipo preparan muy bien estas cosas", explica Garate. Acertó Dekker, cuya leyenda ciclista habla de un corredor arrojadizo y sagaz, a encontrar en el entramado de carreteras que llevan a Vichy, la ciudad del agua, la capital de la Francia de Vichy, la zona libre que emergió tras la incursión relámpago del ejército nazi en París, un punto anónimo alfombrado para la emboscada. El cepo. Lo colocó allí donde convergían el final del terreno montañoso, cerrado, y la salida del bosque. Era un lugar abierto, un páramo, que surgía de repente, de improviso. El pinganillo escupió las órdenes en las indolentes rampas del Col de la Bosse. Volaron entonces los chubasqueros. "En estos casos son un estorbo", descubre Garate. Y luego aguardaron la señal. La Bengala. Cuando la montaña quedó a la espalda y a la arboleda sustituyó la campiña, el pinganillo tocó a rebato. Ira y fuego.
Euskaltel y Contador, atrapados Se evaporó entonces la incertidumbre; surgió la desesperanza. La engendraba Alberto Contador, sorprendentemente abandonado a su suerte por un Astana desmembrado, quien en un dechado de impotencia trató de reparar el daño apelando a su genética. La de campeón. Se topó, sin embargo, con la lógica. Nadie detiene a una tribu de holandeses (lo es, casi, Flecha por sus dotes para rodar, y se defiende Garate en un terreno esquivo para él debido a su constitución escaladora) desbocados que amparan el músculo, mayúsculo, en la convicción. Ni siquiera Contador. El madrileño se estrelló contra el muro de la razón, regresó al grupo perseguidor y se dejó llevar. Por el Cervélo, el Saxo Bank y Euskaltel-Euskadi, que apelaba a la entrega de Isasi y Oroz para salvar las opciones de Samuel Sánchez, perjudicado también en el lance.
El Rabobank huía. Y la zanja se hizo aún más amplia cuando el Quick Step puso a Seeldrayers y Chavanel en la cinta. Ya en Vichy, bajo el aguacero, Dekker lanzó a Langeveld. Lo secó Chavanel. Y luego a Flecha. Y volvió el galo a amarrar su ímpetu para, ya en la refriega del sprint, desencorsetar sus piernas y amargar al Rabobank la tarde en la que encontró la grieta por la que descoser la fortaleza del Astana.
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