lunes, 24 de noviembre de 2008

En las entrañas de La Ruta

En las entrañas de La Ruta 

Extenuante. La que es considerada una de las pruebas más difíciles del mundo en ciclismo de montaña, recibió este año a 420 aventureros de 30 países. ¿A qué se enfrenta un ciclista ‘no élite’ durante una prueba que exige al máximo la capacidad física del ser humano?

Eran alrededor de las 4:45 a. m. y el sol todavía dormía antes de aparecer en playa Jacó, en el Pacífico central costarricense. La temperatura estaba bastante baja y toda la noche había llovido, pero ya a esa hora un total de 420 ciclistas estaban en línea de salida para comenzar la Ruta de los Conquistadores 2008… y en medio de todos los pedalistas estaba yo, para intentar cumplir con la que es considerada una de las pruebas de mountain bike más difíciles del mundo. 

Faltaban pocos minutos para el banderazo de salida. Un reloj digital gigante llevaba la cuenta regresiva para las 5 a. m., hora en que daría inicio a un “viaje” que me llevaría –si todo salía bien y montado sobre una bicicleta de montaña– hasta el otro lado del país, en la costa caribeña.

En esos instantes, cual hormiguero alborotado, muchos aventureros corrían para afinar algunos detalles. Tratando de estar concentrado, mientras oía a lo lejos las olas de Jacó, me concentraba en poder escuchar ese mismo sonido, cuatro días después, en la orilla de playa Bonita de Limón, al otro lado del país.

A pocos segundos del primer pedalazo, era inevitable que saltara a la mente toda la preparación previa para estar colocado en ese pelotón: más de 3.000 kilómetros recorridos en entrenamientos, 45 clases de spinning , muchas sesiones más de gimnasio y un programa de ciclismo durante los dos meses previos, realizado por el entrenador Luis Alonso Rodríguez, conocedor de deportes de alto rendimiento, quien estuvo pendiente de mi “evolución” rumbo a Conquistadores.

Podría pensarse que, para quien hizo 3.000 kilómetros en varios meses, era sencillo hacer casi 400 kilómetros en cuatro días…. pero no es así. También era evidente que yo no engrosaba la lista de favoritos para ganar la Ruta, eso es algo que solo estaba en la preparación profesional y de muchos años de un reducido grupo de ciclistas élites, liderados nada más y nada menos que por Federico Lico Ramírez y Paolo Montoya.

Mis modestos objetivos eran otros. El principal, terminar la prueba y conquistar la travesía y, por qué no, tratar de mejorar tiempos personales... pero justo ahí empezaba el asunto en cuestión: tener la capacidad de vencerse a uno mismo.

En carreras de este tipo, un desperfecto mecánico, una caída o una inadecuada preparación física y mental, podrían echar a perder ese “proyecto” de un año.

Adentro 

Al final de aquella madrugadora cuenta regresiva, un locutor con acento extranjero anunció la salida. Los centenares de ciclistas nos enrumbamos hacia el Parque Nacional Carara, el primer gran obstáculo del que sería –según muchos– el día más complejo de la Ruta.

Una caminata de más de dos horas en medio de un barro que llegaba hasta la rodilla, recibió a los competidores. Los jadeos por el agotamiento, las paradas de descanso y el refrescamiento en casi una decena de ríos fueron la norma de un día que comenzó como un verdadero ‘rompepiernas’ y en el que había que completar 110 kilómetros hasta la meta en Santa Ana, ya en la capital.

Para aderezar la dificultad del terreno, siempre había que cumplir con puestos de control, los cuales cerraban a ciertas horas. De no llevar un buen tiempo, el ciclista estaba siempre amenazado a ser retirado de competencia.

Ese 12 de noviembre, día de la primera etapa, los más sufridos fueron los extranjeros, pues ni se imaginaban que luego de salir de la selva, a la altura de San Pedro de Turrubares, venía un ascenso en asfalto de casi 20 kilómetros, y que luego de eso, faltaban muchísimos más.

En esa primera jornada, el último corredor terminó su faena a las 9 p. m., unas 16 horas después de la salida. El recuento de los daños dejó 40 ciclistas retirados por diversas razones, desde el deshidratado y falto de fuerzas, hasta aquel que tuvo un aparatoso accidente en uno de los tantos y vertiginosos descensos.

Con el paso de las horas y los días, el cuerpo resentía los embates que el alma y el orgullo estaban decididos a soportar.

Más de un ciclista, al segundo día, ya ni siquiera podía aguantar estar sentado sobre la bicicleta; y quienes se iban retirando simplemente se hacían a un lado del camino y esperaban a ser juntados por la organización.

Así transcurrieron los cuatro días, entre aceleradas pulsaciones por horas, el consumo de decenas de litros de hidratantes y barras energéticas. Cuatro días después de la salida en Jacó, ahí estaba yo, en playa Bonita de Limón, con la suerte de no estar extrañando el sonido de las olas que se quedaron en el Pacífico.

Realizado por:

Luis Edo. Díaz | luisdiaz@nacion.com

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